La losa

Algo complejo de entender pero que tan bien conocemos. ¿Quién no ha caminado alguna vez por la vida con una losa encima? Yo creo que todos nosotros, o por lo menos, una gran mayoría. Lo que pasa es que algunos llevan una gran losa y otros, simplemente, una losa. ¿Cómo explicarlo? Nuestros problemas cotidianos son losas, las desgracias grandes losas, la mayoría de las veces muy difíciles de superar.

Voy a intentar contaros una historia, con el mayor pudor y respeto que el tema me merece. La historia negra de una gran losa…

Eran las tres y cuarto de la tarde. Rosa volvía de trabajar como cualquier otro día. En el portal se cruzó con Jesús, un joven chaval que vivía en el piso debajo del suyo que salía en ese momento y tímidamente la saludó. Llamó al ascensor y se dirigió a su casa, en la octava planta.

A Jesús le había dado un vuelco el corazón. Justo al bajar a la calle se había cruzado con la madre de la chiquilla que acababa de aparecer muerta en el patio interior del edificio. ¡Dios mío, aún no sabía nada! Se quedó mudo y pasmado, no fue capaz de articular palabra para decirle lo que había sucedido. ¡Era tan espantoso!

Minutos antes, la policía había llamado insistentemente al domicilio del muchacho. Jesús estaba con su hermano pequeño en casa, ya tenían vacaciones del colegio por la Semana Santa. Jesús estaba con su hermano David, los dos viendo videos musicales en su canal preferido de televisión, con el volumen bastante alto. Oyeron llamar fuerte y reiteradamente a la puerta. Salió a abrir David, el más joven e inquieto. Era la policía que entró precipitadamente preguntando dónde estaba su madre. Ellos contestaron qué trabajando, no iba a venir a comer. Los agentes se colaron en la cocina y pasaron directamente hasta el fondo, donde estaba el tendedero. Una vez allí, el hermano menor que les había seguido tuvo que apartar un gran edredón que estaba tendido para dejarles abrir las puertas correderas y poder asomarse al patio. Las abrieron bruscamente y todos pudieron contemplar el dantesco espectáculo. El chiquillo inevitablemente lo vio, los policías no se debieron de dar cuenta de que también él se estaba asomando. En el patio, entre un charco de sangre y con el cuerpo retorcido como un guiñapo, yacía una joven muchacha de unos veinte años. Era su vecina de arriba, con la que tantas veces habían jugado y con la que habían celebrado tantos cumpleaños cuando eran niños.

El hermano mayor estaba parado en el quicio de la puerta de la cocina. Él no vio nada, pero pudo observar la descompuesta cara de su hermano que enseguida corrió a reunirse con él. –Jesús, es Sonia, y está muerta -le dijo nerviosamente-.

¡Chicos, apartaos! -les ordenó uno de los policías que se dio cuenta del horrendo espectáculo que el pequeño acababa de contemplar-.

Nosotros tenemos que irnos, llamad enseguida a vuestros padres y contarles todo lo sucedido, luego vendrán nuestros compañeros a hablar con todos los vecinos-.

Los policías bajaron al patio y enseguida taparon el cuerpo de la chica. Cuando Jesús se atrevió a mirar, ya estaba el cadáver cubierto con una gran manta.

Los hermanos telefonearon y hablaron con su abuela, que se quedó horrorizada sin saber que hacer. Su madre iba a comer ese día con ella, pero aún no había llegado.

Era la hora de salida de muchos trabajos y muchas personas se encontraban en ese momento en el trayecto; como los padres de la malograda chiquilla, a quienes no pudieron avisar pues ya habían salido de sus empresas para ir a su casa a almorzar y en esos tiempos aún no había móviles.

El chico mayor, Jesús, bajó a ver si veía a alguno de sus amigos pues estaba muy intranquilo. El pequeño no se decidió a acompañarle, además esperaba impaciente la llamada de su madre. Entonces fue cuando Jesús se topó con Rosa en el portal.

Lo que siguió después os lo podéis imaginar. La reacción de los padres fue espantosa, ¿quién se podría esperar algo así? Llegar a su casa y, sin ninguna advertencia, encontrarse con la pavorosa escena y asumir que su niña, su única hija, a la que tanto querían, la habían perdido para siempre, y en esas tremendas circunstancias.

La chica había comprado el pan como todos los días y se disponía a hacer los preparativos para comer con sus padres como siempre. Jamás cogía el carné de identidad, su madre siempre le reprochaba ese olvido, pero ese día se lo había metido en el bolsillo del pantalón vaquero que llevaba puesto. ¿Por qué? Todo eran incógnitas. ¿Qué habría sucedido?

Los días que siguieron fueron inenarrables. Los familiares, amigos y vecinos apoyaron a los padres en lo que pudieron, pero, esa tragedia no hay quien la supere. Todo se desarrollaba como una espantosa pesadilla.

La desgraciada pareja acabó marchándose del edificio, no podían soportar el seguir viviendo allí. Sin embargo, la losa la llevarían encima ya eternamente, una pesada lápida que los sepultaría de por vida. Las preguntas sin respuestas se sucederían como una injusta condena durante toda su existencia. Nunca dejarían de reprocharse en qué se habían podido equivocar para que su hija les hubiera dejado de esa horrible manera. La policía jamás averiguó nada que les pudiera dar alguna liberalizadora explicación.

Con el tiempo, de toda esta triste historia sólo quedaron inmortalizadas unas breves y amargas frases escritas en el diario del pequeño muchacho, sobre el espantoso episodio del cual había sido testigo: “Hoy no he podido estudiar, ni jugar, ni hacer los deberes. Hoy no he podido comer ni pensar en otra cosa, tampoco dormir. Hoy he sido testigo de la muerte de Sonia y ya nunca la podré olvidar”.

 27 mayo, 1995
Ana María Pantoja Blanco

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