Vivo en la misma casa desde niña, aquella que fuera de mis padres en otro tiempo. Una casa que está llena de mí, de nostalgias y de recuerdos, y que me conoce desde el principio de mis días porque en ella nací.
Aquí he pasado toda mi infancia, una infancia feliz, pues mis padres me querían mucho y, aunque era un hogar modesto, eso era todo lo que yo necesitaba.
En esta mi casa desde siempre es donde aprendí a andar y a descubrir las cosas. Es donde aprendí a hablar y a comunicarme, y también, es donde aprendí a reír y a llorar.
Desde el gran ventanal de la sala principal yo descubría cada día el mundo, porque mi casa estaba ubicada en mitad de una calle importante, muy céntrica y llena de vida, plagada de comercios, industrias y viviendas. Esa gran cristalera, a izquierda y derecha, me mostraba a la gente que pasaba y se perdía para embarcarse en sus cometidos y quehaceres cotidianos.
Yo no tuve hermanos, mi madre quedó mal parada cuando yo nací y ya no le fue posible concebir, así que me crie sola. Aunque me sentía tan querida que nunca los eche de menos, suplía su ausencia con los amigos y compañeros del colegio con los que multitud de veces me reunía en nuestra casa para jugar y hacer los deberes.
Desgraciadamente, la felicidad me duró poco. Mis padres murieron de forma inesperada, cuando yo apenas contaba catorce años, en un terrible accidente de coche. Una mala persona que conducía a una velocidad de locos, cargado de alcohol, víctima de un desamor y ciego de desesperación, los mató. Quería acabar con todo lo que se le pusiera por delante y, por capricho del destino, ellos fueron quienes se cruzaron en su camino. Desde la ventana, esa ventana que me enseñaba la vida, también pude verle la cara a la muerte que me anunciaba la tragedia. Presencié como un coche de policía aparcaba delante de la puerta de mi casa y como de él se apearon dos policías con el penoso deber de darnos la tremenda noticia a mi abuela y a mí.
Ahí terminó mi infancia. Desde ese momento tuve que enfrentarme al mundo prácticamente sola pues mi abuela, que era la que me cuidaba en aquel momento y mi única familia, tenía ya muchos años y estaba muy enferma. Enseguida tuve que aprender a buscarme la vida por mí misma e incluso tuve que cuidarla a ella, que lo necesitaba más que yo.
Cuando apenas había cumplido los diecinueve años también falleció mi abuela, muy deteriorada ya por una grave y larga enfermedad. Desde esa misma ventana pude ver como una estrepitosa ambulancia se la llevaba al hospital, pero ya no había nada que hacer.
Aunque ayudada y apoyada en un principio por unos cuantos amigos, fue un golpe muy duro, al cerrar la puerta de mi casa pude darme cuenta qué me había quedado completamente desamparada. La nuestra era una familia muy reducida, tan solo me quedaban unos pocos parientes descendientes de un primo de mi padre que vivían en Venezuela, de los que yo apenas sabía nada más que alguna que otra felicitación por Navidad.
Creo que ese año fue el más difícil de mi vida…
Al cumplir los veinte yo ya era muy independiente y me había acostumbrado a mi orfandad. Estaba estudiando y esforzándome al máximo para labrarme un sólido futuro, seguía contando con buenos amigos y, pese a las adversidades, se podría decir que era feliz. Conseguí terminar los estudios de magisterio con muy buenas calificaciones y a eso es a lo que me he dedicado toda mi vida. Y he sido una buena maestra porque me apasionaba mi profesión, muy vocacional por otro lado. El estar con mis alumnos me hacía sentir que ellos formaban parte de la familia que yo no tenía.
Entonces, me enamoré. Arreglada e ilusionada, esperaba siempre junto a la ventana a que mi novio me viniera a buscar para vivir nuestro romance. Al divisarle en la lejanía, bajaba corriendo a encontrarme con él, impaciente y deseosa de verle. La ventana, mi amiga, era la que me anunciaba su llegada.
Al poco tiempo nos casamos y decidimos seguir viviendo en mi casa, la que siempre me había cobijado nos acogería ahora a los dos. Era lo único que me quedaba de mis padres y, al mismo tiempo, era todo lo que nos hacía falta para formar nuestra propia familia. Le hicimos algunas reformas que la mejoraron ostensiblemente sin recortar en demasía nuestra ajustada economía, ya que disponer de una bonita y espaciosa casa nos aportaba un buen punto de partida para consolidar nuestro futuro.
Y, así fue transcurriendo el tiempo, siempre mirando por la misma ventana al exterior, mientras en el interior creábamos nuestro propio proyecto de vida. Tuvimos dos niños y una niña preciosos, quería tener una familia grande y tuve la dicha de conseguirlo, con unos maravillosos hijos que nos colmaron de felicidad. Y, entre mirada y mirada, vi como ellos iban creciendo y como yo iba envejeciendo.
Cuando fueron capaces de salir solos, yo les controlaba desde la ventana, la mía, la de siempre, la que formaba ya parte de mí ser.
Y, años más tarde, desde allí también los tuve que despedir cuando aprendieron a volar por sí mismos para hacer realidad sus propios sueños. Y, también, los veía llegar llena de ilusión y de cariño cuando pasaban a verme con sus propias familias de las que yo también formaba parte y eso hacía que me sintiera muy orgullosa.
Con mi compañero compartí muchas etapas de tranquilidad y bienestar, hasta que un día me engaño y me dejo por otra mujer más joven, buscando quizá recobrar la juventud que ya estaba perdiendo. La situación me entristeció, pero él no merecía mis lágrimas, yo tenía mucho más de lo que él jamás conseguiría, la conciencia tranquila y el deber cumplido. Desde mi ventana pude ver indignada, aunque de alguna manera aliviada, como se marchaba para no volver jamás. Golpes más duros me había dado la vida y yo ya había aprendido a distinguir por lo que no merecía la pena luchar.
Entre mirada y mirada así fueron transcurriendo los años. Mi ventana me fue mostrando y registrando todos los momentos más significativos y circunstanciales de mi vida. Mira y mira, y vuelve a mirar, pero no te quedes sólo en ello -yo imaginaba que me decía-. Haz tuyas todas las vivencias, atesóralas, te pertenecen. El tiempo lo arrasará todo y a todos, y se llevará todas nuestras miradas. Grábalas en tu memoria, disfrútalas, súfrelas, vívelas… al menos, cuando nos lleven y alguien nos vea partir desde esa misma ventana, nos iremos henchidos y cargados de experiencias.
Y, ¿qué será de mi casa cuando yo me haya ido?… ¿Quién se quedará con ella, será alguno de mis hijos como hice yo?
¿Habrá alguien asomado a la ventana para despedirme?
Y, … ¿ese alguien seguirá mirando desde esa misma ventana, viendo y viviendo, con muchas ganas de mirar y vivir?
30 septiembre, 2019
Ana María Pantoja Blanco
Cuántas miradas perdidas y cuántas ventanas cerradas hay en la vida.