La confesión, de Toñi Gordillo Serrano

No sé lo que me ocurre, estoy tumbado sobre una cama, me siento cansado, abro los ojos, está todo oscuro, veo un pequeño punto blanco al fondo, me dirijo hacia allí, está muy lejos, mientras tanto pasan por mi mente recuerdos del pasado, mi infancia, mi juventud, mi inmadurez, sí, sí, mi inmadurez, porque nunca fui maduro; tampoco fui feliz, siempre he tenido muchos problemas de conciencia, toda mi vida me he sentido un cobarde, nunca hice nada por superarlo y nunca lo superé.

Me casé con veintidós años, mi esposa era casi una niña, pues tenía diecisiete y era preciosa, se llamaba Delfina. Enseguida tuvimos hijos, tres en total, dos chicas y un “machote”, mi esposa era analfabeta, no sabía leer ni escribir, tampoco sabía de cuentas, se había criado en el monte y nunca fue a la escuela. Yo, a veces, me sentía avergonzado de aquella pobre paleta, ella solo sabía hacer quesos con la leche de las ovejas que cuidaba su padre, y en la época de la matanza, hacía los chorizos, eso sí, como nadie. Los vecinos del pueblo la contrataban para esas tareas, pero con lo que ella ganaba y lo mío no era suficiente para dar de comer a tantas bocas, así que un día le dije que nos íbamos a Madrid a probar fortuna, y allí nos fuimos.

El destino no nos lo puso fácil, llegar a Madrid con tres niños pequeños, sin dinero, sin trabajo, sin casa donde vivir. Lo pasamos mal, pero éramos jóvenes y podíamos con eso y con más. Mi esposa enseguida se puso a trabajar en una fábrica, yo no encontré trabajo, pues todos los que me salían eran muy duros y yo era muy joven para machacar tanto mi cuerpo, así que, decidí irme a Alemania y desde allí les mandaría dinero para seguir adelante. Delfina como siempre me apoyó y un día partí hacia ese país donde me forjaría un futuro.

Cuando llegué, no era todo como me lo habían pintado, también había que trabajar mucho y duro, yo no estaba acostumbrado a hincar el hombro y, al principio, se me hizo muy difícil. Una vez allí tuve que aceptar lo que había, así que trabajé en distintos oficios y el poco dinero que ganaba me lo gastaba en vicios, pues allí la vida era muy cara y yo era demasiado joven para privarme de comer, beber bien y divertirme, así que, nunca les mandé dinero y, como ella no sabía leer, tampoco les escribí ni una sola carta, por lo que perdí todo contacto con ellos. Estuve en Alemania hasta que me jubilé y luego volví a Madrid, no hice nada para retomar el contacto con mi familia, seguramente ellos no me admitirían y sentí vergüenza, conseguí enterarme de donde vivían y además hice amistad con mi hijo sin decirle quien era yo y, como es natural, después de casi cuarenta años, no me reconoció.

Yo, disimuladamente, le preguntaba por su vida familiar y él me contaba cosas de su madre y hermanas que ya eran mayores. Me contó que su padre se fue a Alemania y nunca nadie supo más de él; suponían que había muerto, pues habían pasado ya muchos años sin haber tenido noticias ni dado señales de vida. Su madre no había vuelto a tener contacto con ningún hombre, pues bastante tenía con trabajar de sol a sol para que a sus hijos no les faltara lo más imprescindible.

Me contó que la vida no había sido fácil ni para su madre ni para ellos, ella les inculcó que había que ir al colegio para no ser una persona analfabeta como ella, trabajó mucho para darles estudios a él y también a sus hermanas. Su madre era una mujer muy especial, una persona extraordinaria que hizo grandes esfuerzos para que a sus hijos no les faltara nada y cuando estos ya se pudieron valer por sí mismos, ella se apuntó a un colegio de enseñanza de adultos por las noches. Aprendió a leer y a escribir, los profesores se volcaron con ella cuando vieron el interés que tenía y lo rápida que era en asimilar las cosas.  Le ayudaron a sacarse el graduado escolar, aprendió a manejar ordenadores, después aprendió contabilidad, sus jefes estaban tan contentos con ella que la iban ascendiendo poco a poco, consiguiendo llegar hasta el departamento de contabilidad, el cual dirigió durante varios años.

Cuando sus hermanas y él se independizaron formando sus propias familias, esa gran madre que era Delfina, se convirtió también en una gran abuela, ayudaba a sus hijos con la crianza de sus nietos, a los que no solo les daba cariño sino también clases particulares, para que estudiaran y fueran el día de mañana hombres y mujeres de provecho.

Yo estaba alucinado con las cosas que mi hijo me contó de esa gran mujer que era su madre. Siempre la recordé como buena persona, pero un poco corta de entendimiento. ¡Que equivocado estuve toda la vida! En esta familia el corto de entendimiento fui yo, y así me fue, que he sido siempre un cazurro, un “don nadie”, un pobre desgraciado que no supe ni cumplir con las obligaciones de un padre, “cuidar de su familia”.

Me hubiera gustado haberle dicho que yo era su padre, pero fui demasiado cobarde y no me atreví a desengañarle, pues él admiraba a su difunto progenitor diciendo que el buen hombre se había ido a Alemania para poder sacar adelante a su familia y que debió morir en su aventura solo y abandonado. ¡Qué pequeño me sentí ante él! Posiblemente si le hubiera dicho quién era yo, él me habría dicho todo lo que me merecía y, sin embargo, preferí seguir para ellos en el anonimato. ¡Qué cobarde y miserable he sido toda la vida!

Estoy llegando al final del túnel, ya veo la luz muy cerca, sigo con el repaso de mi existencia y pienso que quizás la suerte de mi familia fue que yo desapareciera de sus vidas, pues habría sido un estorbo para ellos y quizás Delfina, esa gran mujer que mi hijo me describió, no hubiera podido llegar tan lejos como lo ha hecho, porque mi ignorancia se lo habría impedido.

Ahora el silencio me embarga y la luz me ciega, ya solo quiero reposar tranquilo y llegar en paz al final del túnel, creo que es lo mejor para todos, que este pobre cobarde se vaya sin dejar rastro.

31 marzo, 2019
Toñi Gordillo Serrano

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