En aquella calurosa tarde de principios de estío, la joven Mara abandonó la cómoda hamaca en la que había estado sesteando y atravesó el jardín, encaminándose por el polvoriento y frondoso sendero que llevaba hasta la Abadía que lucía serena y estática en lo alto de la colina.
Todos los veranos venía a aquel pintoresco pueblo a pasar unos días con su madre y abuela, también para relajarse y descansar, pero se aburría soberanamente. Menos mal que aquél camino era agradable y daba grandes paseos por él, aunque nunca se había atrevido a llegar hasta la fortaleza.
Se preguntaba como una mujer como su madre, joven todavía, bella, elegante y sumamente culta, se había refugiado en aquel apartado lugar renunciando a una vida social como la que podía llevar en la ciudad.
Había estudiado Bellas Artes en París y, desde que se casó, regentó una prestigiosa Galería de Arte. Pero, una vez que se quedó viuda, se sumió en un reservado mutismo que la alejaba de la Sociedad en la que parecía no encajar. Ella siempre le decía:
–Mamá, creo que deberías llevar otra vida, ¿cómo puedes haberte refugiado en este tedioso lugar sin ningún aliciente? Todavía eres joven y creo que tendrás que pensar en buscarte una pareja.
–Aquí estoy bien– le decía su madre– no necesito nada más para vivir feliz.
Sumida en sus pensamientos no se dio cuenta de que pisaba algo que por fin llamó su atención. Se inclinó y recogió del suelo un polvoriento sobre color crema en el que se leía: «Para Iris». Miró si sólo era el sobre o llevaba algo dentro. Así era, había una carta, una carta de amor pues empezaba con un «Mi muy queridísima Iris». Mara reflexionó: era una carta privada que pertenecía a alguien y ella no era quién para desvelar su contenido.
Siguió andando con el sobre en la mano. Llegó a un lugar donde brotaba un manantial que daba paso a un arroyuelo, se sentó al borde del agua y la curiosidad la dominó. Estaba tan aburrida y tan sola, que cualquier cosa le servía para entretenerla. Por fin se decidió, abrió el sobre y empezó a leer.
«Mi muy queridísima Iris, siempre que estoy contigo dejas en mi la tristeza de tu ausencia. Tú serenas mi alma, elevas mi espíritu y regreso a mi refugio con el ansia de nuestra próxima cita. Me dices que debemos dejarlo, que el nuestro es un amor prohibido, que no nos llevará a ninguna parte. Pero tú, mi amor, eres lo único que calma mis ansias y solamente estando a tu lado soy feliz. Por eso, mi amor, no quiero que me digas nunca más que debemos olvidarnos el uno del otro. Aquí en la intimidad de mi despacho pienso en ti y estoy deseando que pasen las horas para volver a verte. No dejes nunca de venir a nuestra cita. Tú eres la fuerza que me hace vivir y seguir adelante. Con todo mi amor. Mauricio”.
Mara se quedó pensativa ¿cómo se pudo perder por aquellos lugares una carta tan bonita?
En los días siguientes salía a dar su acostumbrado paseo con los nombres de Iris y Mauricio en su mente.
Aquella tarde en medio de su paseo comenzó a llover, una nube de verano. Se cobijó entre unos árboles esperando que pasara el chaparrón y de pronto algo llamó su atención. En un hueco que había en el tronco de un árbol se hallaba un sobre como el que encontró en el camino. No resistió la tentación de leer la misiva y desde aquel día siguió leyendo todas las cartas que alguien dejaba en el árbol para la tal Iris. Por ellas se enteró de que, aparte del lugar donde se veían, -ella pensaba que por los alrededores del bosque-, también se veían los domingos en la iglesia.
«Te veré en misa -le decía — y no olvides que, cuando te mire, mis ojos te estarán diciendo que te quiero».
Mara nunca iba a misa pero aquel domingo decidió acompañar a su madre y a su abuela a la Abadía. Se pasó toda la misa esperando encontrar a alguna bella y solitaria mujer o a algún elegante caballero que mirara aquí o allá, pero no, no había nadie que pudiera darle una pista. Salió decepcionada del lugar y siguió yendo al tronco del viejo árbol en busca de las amorosas misivas. Así pudo saber que el caballero en cuestión debía abandonar aquel lugar y se lamentaba amargamente que una fuerza mayor lo obligara a partir para Italia, y no se veía con ánimo para dejar de verla y no volver a tenerla entre sus brazos.
¡Vaya! -pensó Mara- me voy a quedar sin descubrir quienes son esos dos amantes. Una tarde le preguntó a su abuela.
-¿Conoces en el pueblo a algún hombre que se llame Mauricio?
–Pues no hija, que yo sepa, y aquí se conoce todo el mundo. Al único que conozco es a Mauricio Meseguer, el monje que ayuda a decir misa en la Abadía.
Mara abrió los ojos desmesuradamente. De modo que el amor prohibido que ella pensaba que sería porque el caballero estuviera casado, resulta que no, ¡Que era porque él era monje!
Pasaron los días, ella seguía leyendo las misivas completamente desesperadas del amante de Iris por estar cada vez más cerca la fecha de su marcha.
Un día mientras comían Georgina, la madre de Mara anunció.
-He tomado una decisión, voy a volver una temporada a París. Deseo reencontrarme con mis recuerdos de juventud y volver a vivir los años que pasé allí mientras hice mis estudios.
Mara se alegró por su madre, le hacía ilusión que volviera a vivir y dejara aquel destierro voluntario.
Georgina empezó los preparativos. Encargó un billete de avión que la llevaría a París. Mara entró en el dormitorio de su madre y curioseó un poco la maleta. Encima de una mesita estaban los documentos y el billete. Los ojeó. Se fijó en el nombre de su madre: «Señora Georgina Iris Vázquez». ¡Oh Dios! Su madre también se llamaba Iris, un nombre que nunca utilizó. ¿Sería ella la amante del abad? ¡no se lo podía creer!
Días después de la marcha de Georgina, Mara preguntó a su abuela.
–Abu, ¿cómo es que mi madre también se llama Iris y por qué nunca lo utilizó?
-Ese es el nombre que tu abuelo quiso ponerle, decía que el color de sus ojos era igual que el de la flor que lleva ese nombre. Él siempre la llamaba así, pero cuando murió, siendo tu muy niña, ya nadie volvió a pronunciarlo.
Pasados algunos días Mara se interesó.
-¿Cómo es qué mamá no ha escrito ni ha llamado, tanto la absorbe París?
–Sí hija, sí ha escrito –contestó la abuela-.
Le tendió la carta.
La abuela escondió el sobre. La misiva no venía de París, venía de Italia.
15 diciembre, 2010
Geli O.F.
Un hermoso relato de un amor escondido… Gracias Geli.
¡Precioso relato, mantiene el suspense hasta el final!