La vergüenza

Ella apenas salía, solo de noche o cuando hacía mal tiempo y llovía. No le gustaba que la viera nadie, podrían reconocerla. Sí lo hacía de día, iba tan tapada con sus ropas viejas que era imposible adivinar de quién se trataba.

Pocos años atrás había sido una mujer privilegiada y muy bella. Cecilia era la hija mayor de una familia acomodada, de noble linaje, cuyos padres contaban con una inmensa fortuna. Sus pretendientes eran más que considerables, casi todos de clase alta y buenas estirpes. En resumen, podríamos decir que Cecilia era una hermosa mujer, envidiada por toda la sociedad de su época, de la que nada en su vida hacía presagiar la oscura historia que posteriormente le ocurrió.

Como tantas veces suele pasar, Cecilia fue a enamorarse de la persona equivocada, Rodolfo, que era el más falso, infame y vil de los hombres. Su amor era irracional, solo tenía ojos para él y, él solo pensaba en sacarle todo el partido posible a esa mujer tan deseada por todos. Esa sería su revancha contra este mundo que no le había dado nada, sólo unos padres borrachos, ruines y estafadores, de los que aprendió incontables vicios y villanías denigrantes y, sobre todo, supo cómo nadie lo que era no tener escrúpulos. Cecilia era su objetivo, inconscientemente la quería solo para él, era una gran presa por cobrar.

Su mayor vicio era el juego, Rodolfo era un ludópata nato. Todo su capital se lo jugaba sin límite ni control alguno, no lo podía evitar, era perverso y ambicioso, solo le rendía el ansia de apostar, eso le excitaba sobremanera.

Cuando tenía buena racha sabía ser encantador y estaba eufórico. Pero, cuando le iba mal y lo perdía todo, podía llegar a ser la persona más cruel y violenta que se pueda llegar a conocer.

Ella, pese a la oposición de sus padres, de su familia y de todos sus amigos, se marchó con él, ciega y engañada. No sin antes reclamar la sustanciosa parte de la herencia que le pertenecía. Los padres, que la querían con locura, le dieron toda su dote que era considerable y que él se encargó de dilapidar en menos de dos años.

Ahora vivían en un cuchitril que una vieja criada, apiadándose de ella, les había dejado. Cecilia pidió encarecidamente a la sirvienta que nunca dijera a sus padres que vivía allí, prefería que creyeran que se había ido muy lejos o incluso que la creyeran muerta. Era tanta la vergüenza que sentía y estaba tan arrepentida, que no se atrevía a volver a su casa y pedir perdón, tampoco quería que sus padres se llevaran el gran disgusto de verla así, vencida, humillada y enferma.

Su despiadada pareja la tenía a su servicio, incluso la obligó a prostituirse a cambio de saldar una deuda de juego, aunque ya pocos encantos tenía porque estaba tan delgada y demacrada que más que deseo en los hombres lo que despertaba era una gran compasión. Rodolfo la pegaba y la violaba cuando le venía en gana, la pobre Cecilia se había convertido en un desecho humano que malvivía entre una gran inmundicia.

El poco alimento que consumía se lo daban a veces en un comedor social, regentado por religiosas, a pocas manzanas de su casa. Era incapaz de sentarse a la mesa con otros olvidados de la sociedad por miedo a que alguien la conociera, prefería llevarse algún recipiente para que se lo llenasen de alimento, que en más de una ocasión él le arrojó a la cara.

¡Qué hombre tan malvado y despreciable!, habría sido capaz de venderla a ella y hasta su madre por conseguir dinero para jugar.

Un día Cecilia se levantó malísima, hacía pocas horas que él la había vuelto a violar y dado una colosal paliza.

Apenas había comido nada, pero sentía muchas náuseas y mareos. Una vecina piadosa que a veces la socorría la oyó vomitar, era sangre lo que arrojaba, y luego escuchó como lloraba amargamente. Cecilia había tocado fondo, solo ansiaba la muerte, ya no tenía fuerzas para seguir viviendo.

La mujer era muy pobre y analfabeta, pero tenía un buen corazón. Se acercó a la casa intentando ayudar una vez más a esa muchacha tan enferma y desgraciada, pero parece que ya no había nada que hacer, se la encontró en el suelo, parecía muerta. Entonces, corrió a la calle a pedir auxilio.

La mayoría de los transeúntes la ignoraron, excepto un hombre mayor que le preguntó porque estaba tan angustiada. La señora le contó lo que sucedía y le pidió al anciano que la acompañase. El hombre vio a la muchacha tirada en el suelo y también pensó que estaba muerta. No obstante, se acercó e intentó reanimarla. Había sido médico, muy prestigioso, aunque ya no ejercía por su avanzada edad.

Esta mujer está muy mal pero aún vive, aunque se está muriendo. ¡Tenemos que llevarla enseguida al hospital!

Llamó a su hijo menor que también era médico y muy bueno, éste, aunque se encontraba en el extranjero de viaje, se encargó enseguida de enviarles una ambulancia.

La mujer estaba en las últimas, apenas respiraba. Su cuerpo era tan frágil que parecía carecer de fuerzas para resistir. Golpeada brutalmente, desnutrida y deshidratada, necesitaba algo más que un milagro para salir adelante. Y, además, aunque ella lo ignoraba, estaba embarazada. Iba a necesitar mucha ayuda y atención médica para sobrevivir. El anciano se apiadó de ella y dijo que no escatimasen en gastos, tenía que hacer algo para salvarla, no sabía por qué, pero deseaba protegerla, estaba tan desamparada.

En primera instancia la atendieron los médicos en urgencias, que consiguieron estabilizarla y salvarle la vida, allí permaneció varios días. Al regresar de su viaje, fue a verla el hijo del hombre que la había rescatado y, a partir de ese momento, quiso asumir él como médico todo su tratamiento. Cecilia estaba un poco más presentable y restablecida que cuando llegó al hospital hacía ya más de una semana, había recuperado un poco el color y su escondida belleza se afanaba por resurgir.

El médico la reconoció de inmediato… ¡Dios mío, es Cecilia!

Estoy seguro, le dijo a su padre, esta mujer es Cecilia. Nunca he podido olvidar esos hermosos ojos que ahora encierran tanta tristeza, vergüenza y desolación. En otro tiempo había estado muy enamorado de ella y ahora la tenía delante, por él mismo tenía que hacer algo.

Tiempo atrás, sí alguna vez se había interesado por Cecilia, sus allegados le habían dicho que la creían viviendo en algún lejano país o que, incluso, podría haber muerto, ya que hacía varios años que no había dado señales de vida. ¡Qué sorpresa se iban a llevar sus padres cuando les llamase y les dijese que la había encontrado!

Medio muerta, maltratada, consumida, y lo más grave, sin ganas de vivir, Cecilia era víctima de un mal nacido de peor calaña que las ratas, un animal salvaje y sin escrúpulos, que tanto daño la había hecho.

Cecilia ignoraba que llevaba en su seno la semilla de una vida. Incapaz de salir a flote ella misma, cómo podría llevar adelante un embarazo y dar a luz a una personita con todavía menos probabilidades de vivir que ella.

Los padres acudieron al instante, apenas había pasado una hora desde la llamada del médico. Nunca habían dejado de pensar en ella y de quererla, y no podían creer que la hubieran tenido tan cerca sin enterarse.

Aunque sus otros dos hijos les daban muchas alegrías, estaban felizmente casados y le habían dado tres preciosos nietos, el dolor tan grande que padecían por haber perdido a su hija mayor era algo que nunca habían logrado superar.

La madre, al mirarla, rompió a llorar. Se le partía el corazón al encontrarla en esas condiciones, qué hubiera hecho sí la hubiera visto días atrás. Lo que esa criatura había tenido que sufrir no se lo podía ni imaginar. Pero, era tan grande su amor por ella que desde ese momento no se movió de su lado, en lo más profundo de su corazón intentaba darle toda la fuerza y valor que ella ya no tenía.

Cecilia, cuando pudo hablar y reconocer a su madre rompió a llorar y luego escondió la cabeza bajo la almohada. No se atrevía a mirarla, estaba tan avergonzada por todo el daño que les había hecho. Mamá, perdóname, le decía entre sollozos, estoy tan avergonzada. He sido tan loca y he estado tan ciega.

Tranquila hija, estamos aquí contigo y nunca te abandonaremos. Te queremos y juntos vamos a luchar para que salgas adelante, tú y el hijo que esperas.

Se quedó estupefacta al oír la noticia…

No puede ser, yo no merezco ser madre, ese niño no merece una madre como yo, tan cobarde, derrotada y despreciable. Mi vida ha sido un infierno, como vosotros me advertisteis y yo no quise escuchar. La madre no quiso saber nada más, ya habría tiempo para hablar y restañar heridas. Cecilia estaba perdonada de antemano, le bastaba con verla viva y tener la esperanza de poder recuperarla.

Saldremos adelante Cecilia, vamos a conseguirlo y ese niño, tu hijo, nacerá y nos llenará de felicidad. También es nuestro nieto y, como los demás, será bien recibido. Tú y él no sois más que víctimas de ese infame ser del que no quiero pronunciar ni su nombre. Tu padre le ha denunciado por todo lo que os ha hecho, ya le han detenido. Además, también contaba con múltiples denuncias por otros delitos de robo y violaciones, va a pasar el resto de su vida en la cárcel. Para todos nosotros está muerto y olvidado.

Ella, de nuevo rompió a llorar, esta vez aliviada, hacía mucho tiempo que había dejado de quererle, ya solo le tenía miedo, pánico, por todo lo que la hacía sufrir y por haber destrozado su vida.

Aunque le costó, la muchacha se recuperó y tuvo un precioso bebé. Ya nunca se volvió a acordar del hombre que había arruinado su juventud, el destino le había dado una maravillosa oportunidad y quería aprovecharla al máximo para recuperar el tiempo perdido.

Cecilia vivió una feliz y larga vida apoyada por su familia y por su médico, que tuvo mucho que ver en el asunto. Se casó con él y tuvo dos niñas más, dos preciosas gemelas qué junto con su niño, colmaron a todos de alegría.

¡Nunca es tarde y el amor todo lo puede!

En este caso fue así, la vergüenza de una mala decisión logró transformarse después en ilusión y esperanza.

16 junio, 2019
Ana María Pantoja Blanco

(Todas las ilustraciones son obras de pintores rusos)

3 comentarios en «La vergüenza»

Deja un comentario