El Duplex

Paco y Marta, como de costumbre, estaban de vacaciones en un pueblecito de la Costa Blanca. Siempre se habían ido en el mes de junio pero esta vez, por razones de trabajo, tuvieron que tomarse el descanso en agosto, fechas en las que hace mucho más calor y hay demasiada gente por todas partes.

Las vacaciones en agosto son una delicia, sobre todo en aquellos sitios que están plagados de desalmados veraneantes nacionales y de güiris, como coloquialmente se le conoce a una determinada clase de turistas extranjeros -afortunadamente no lo son todos, pero los que son, sienten predilección por estos sitios-, entrañables personas que deterioran nuestro idioma y adulteran nuestra gastronomía e identidad. Es muy agradable cuando estás en tu propio país y te hablan en otro idioma en los restaurantes, supermercados y hoteles por ellos frecuentados. ¿Por qué sucede esto? Los españoles cuando salimos al extranjero solemos adaptarnos a sus costumbres, pues lo primero que hacemos es intentar aprender y chapurrear sus lenguas. Aquí, no se sabe por qué extraña razón, no lo intentan ni por asomo. Quizás eso se deba al grado de petulancia y de superioridad que a algunos les caracteriza, y al hecho de estar tirado para ellos el precio del alcohol siempre codiciado y a su alcance. Esta singular circunstancia les permite desmandarse frecuentemente con licencia para casi todo y sin ningún sentido del ridículo.

A diferencia de otros países de nuestra Europa por ejemplo, en Francia, para pagarte un par de cervezas o un coñac, tienes que pedir un crédito.  Ojalá no fuera así y nos demostraran un poco más de respeto, es una pena que no sólo se vean atraídos por nuestra increíble gente, nuestro cálido sol, nuestra exquisita gastronomía y nuestro maravilloso clima. Antes era todavía peor, les costaba todo muy barato con la peseta y ese fue el resultado de la imparable ocupación que sufrimos en casi todas las costas de España, sobre todo en Levante, aunque ahora el euro parece que nos ha equiparado un poco más a todos.

Nosotros cuando salimos le ponemos voluntad e intentamos aprender e integrarnos en sus sociedades; algunos de ellos para nada, no hacen ningún esfuerzo, quieren sentirse como en casa, dominando todo. Y cuando alquilas un apartamento en centros turísticos tomados por los extranjeros donde te imponen sus costumbres (por ejemplo, cerrándote la piscina de 14’00 a 16’00 horas, porque es la hora de su siesta). Y qué decir de la comida que te ofrecen, coloquialmente “comida basura”, te envenenan con su desequilibrada alimentación que es el medio perfecto para favorecer la obesidad y la celulitis.

Como decía, el veraneo en agosto es un placer. Empezando porque no hay forma de aparcar en ningún sitio, ni de tomarse una cerveza tranquilamente sin que te den codazos.

Para comer en un buen restaurante hay que reservar con la debida antelación, si no te quedas con las ganas. Y cuando por fin consigues comerte un exquisito arroz, por el que no has esperado ni apenas dos horas mientras te refrescas con una jarra de cerveza caliente debido a la gran demanda, para favorecer la digestión, te suelen obsequiar con una exorbitante y dolorosa minuta, junto con un café frío o un licor infame.

Entrada ya la tarde, que deleite, el sucedáneo ali-oli toma venganza y te hace saborear el prolongado almuerzo todavía durante muchas horas más. Si has conseguido dormir un poco a la hora de la siesta -la nuestra-, sin ruidos y sin calor, te levantas con un ardor implacable que te obliga a tomar una ducha fría y a salir zumbando a buscar desesperadamente sitio en una terracita donde saborear un buen helado que mitigue la quemazón que la exquisita comida te ha producido.

                                       

Por fin te sientas, y a la vez que disfrutas del merecido refrigerio, la terraza te ofrece un entretenido espectáculo de cosmopolita fauna veraniega procedente de diversas civilizaciones y vestida con los más variados atuendos: a veces, autóctonos y otras, las más, con diversas prendas adquiridas en los mercadillos estivales.

Y hablando de indumentaria, aquí les da igual entrar en traje de baño o bermudas a visitar una regia y majestuosa catedral o un prestigioso museo. En el extranjero, por el contrario, no te dejan entrar si no vas correctamente vestido, cosa que me parece muy bien, pero ¿por qué no demuestran el mismo decoro en España?

Por la mañanita la playa está muy limpia y tranquila. Coges tu toalla y cuando consigues hacerte con un huequito para poder sentarte, lo más normal es que los escandalosos niños que plagan la orilla, te sacudan arena en el momento menos pensado o te den un pelotazo; los pobres, dada la escasez del terreno disponible, se tienen que conformar con construir castillos adosados en la arena, no como antes, que se podían construir castillos de dimensiones colosales. Y el agua del mar está tan buena y apetecible en esos días con una capita de grasa flotando que deja la piel muy bien hidratada y nutrida, buen caldo de cultivo sobre todo para los hongos que también suelen pasar esas fechas con los veraneantes, apareciendo después cada año por amor y compañía.

Paco y Marta, suelen dar un largo paseo por la orilla del mar. Habitualmente se forman dos improvisados carriles: una fila de personas en un sentido y otra en el otro. Pasean gordos, flacos, altos, bajos, nativos y forasteros. En el trayecto se van encontrando pelotitas y raquetas por doquier e histéricas criaturas que, buscando un espacio para moverse, te pisan y empujan. La caminata es un gozo, un desfile interminable de personajes repujados con absurdos tatuajes la más de las veces y toda clase de cicatrices decorando sus cuerpos, huellas de pasadas intervenciones quirúrgicas; galería de retratos cuyas firmas no son de cotizados pintores, sino de inestimables cirujanos. Aunque la verdad, algunas de esas suturas da grima verlas, otras son más discretas, pero todas sugieren un interesante tema para hablar. Es verano, la estética dice poco, el exhibicionismo impúdico se desmanda.

Paco llama la atención de Marta: Mira… ¿Dónde? Allí, no las ves, -le dice señalando un par de gaviotas que viajan juntas huyendo del amasijo incontrolado de personas que transita por estos lugares-. Por desgracia ya apenas se ven, son una anécdota. Aparecen sólo al caer la tarde para limpiar con sus picos la maltratada arena llena de cualquier cosa casi siempre desagradable. Algún día seguro que nuestras gaviotas sufrirán cualquier clase de mutación, ya que en los últimos tiempos han cambiado su dieta de pescado por otra, de cualquier cosa, como antes decía, dejémoslo así.

Y, ¿qué decir de los olores? Los olores en la costa en esa marcada época estival son embriagadores. Antes olía a azahar, a naranjos y a limoneros, a mar y a pescado fresco; ahora, el aroma es de fritanga, con aceite requemado e infame del chiringuito de al lado, o de hamburguesas, fabricadas con Dios sabe que producto orgánico o inorgánico, que incitan a su consumo en incógnitos bares provocándonos desde sus fotos descoloridas por el sol abrasador.

¿Dónde habrán quedado los idílicos parajes de otros tiempos?, aquéllos que Paquito recordaba, aquéllos que frecuentaba cuando era pequeño y venía con sus padres, cuando en el pueblo sólo había huertas, unos cuantos pescadores y para de contar… ¡Cuán feliz era Paquito con sus hermanos durante la larga temporada estival que pasaban en el agradable pueblito! ¡Cuánta morriña de otros tiempos! El pueblo tenía para él un especial y sentimental valor pero, cuánto había cambiado. Jamás había dejado de venir, pues él y sus hermanos disfrutaron hasta hacía poco tiempo, de la casa que les dejaron sus padres y que recientemente, por razones que no vienen al caso, habían tenido que vender.

Pero así es el progreso, todo cambia, y eso es lo que ahora hay, turistas y más turistas, contaminación, basura e incomodidades.

Como el lugar lo merece, por lo tranquilo y lo idílico, Paco y Marta andan buscando un apartamento para asegurarse en un futuro su estancia allí. Visitan agencias y ven algunas casas. Los precios son exorbitantes y hay poco donde elegir, pues la mayoría de la gente ya ha tomado posiciones y lo invaden todo.

Un día descubren un duplex, bastante interesante de precio, aunque con limitadas vistas, o mejor dicho, con vistas si tienes a mano unos buenos prismáticos. Pero es bonito y nuevo, algo especial. Aunque está al lado de un parking, es tranquilo. Están ilusionados, por fin van a tener su casa allí. Enseguida contactan con los bancos para ver sus posibilidades económicas y poder dar una señal. Se pasan el fin de semana soñando y haciendo planes. El lunes por la mañana firmarán el precontrato de compra.

Lunes por la mañana. Cuál no sería su sorpresa cuando la agencia les comunica que hay problemas. –Lo sentimos, el dueño lo ha vendido a un vecino y nosotros no teníamos la exclusiva. Un vecino que al parecer estaba callado pero al acecho, esperando la mejor oportunidad. Reaccionó enseguida cuando se dio cuenta de que Paco y Marta estaban seriamente interesados. No se movió antes aguardando la mejor ocasión de especular con el precio si no aparecían vendedores, pues al dueño le urgía. El avispado vecino, uruguayo por más señas según averiguaron después, ni corto ni perezoso, se fue a ver al dueño el viernes anterior a las dos de la madrugada y el sábado por la mañana le puso sobre la mesa 20.000 euros como señal para asegurarse su adquisición. El apartamento lo alquilaría luego, o esperaría un poco para revenderlo; subiría su precio y podría sacarle un jugoso partido. Su motivación era distinta, no iba a ser un hogar, sino un negocio fácil.

Paco y Marta quedaron desolados, habían sido víctimas de la asquerosa especulación y del dinero negro. Pasaron todo el fin de semana ilusionados, por fin iban a tener su soñado refugio en ese lugar para ellos tan acogedor por los recuerdos que guardaba. Cuando la agencia -formada por pésimos profesionales como por los hechos se deduce- les comunicó la faena, no veáis las caras de impotencia -por no decir de gilis…- que se le pusieron a los pobres, y la gran decepción que sintieron. Perdieron su oportunidad, otro más lince que ellos se les adelantó. ¡Qué pena!, no tener un sitio garantizado en el tranquilo pueblecito que a saber cómo acabaría en pocos años.

Y, así suelen transcurrir los veraneos en nuestras costas. Se especula con todo, hasta con los sentimientos. Los escrúpulos tienen que huir, ya no queda sitio para ellos. Esperemos que el hombre conquiste pronto el espacio para seguir con su imparable afán de colonización.

27 de junio, 2017
Ana María Pantoja Blanco

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