Yo, el Vesubio, de Silvia Vicente

Desde que tengo memoria estoy cerca del mar, en la bahía de Nápoles. Desde hace miles de años he tenido a mis pies ciudades construidas y habitadas por hombres que eligieron estos lugares para establecerse, porque tenían una tierra fértil para cultivar y el mar para proporcionarles alimento y, también, la manera de llegar a otras tierras en sus barcos.

Generosas tierras para vivir y crecer. Ellos no sabían que yo, a mi pesar, era su enemigo más peligroso. Me miraban sin recelo. No sabían que hace miles de años mi boca a 2.300 metros de altura, se abrió y en un inmenso vómito arrasé cuanto me rodeaba. Y yo no deseé que eso ocurriera, pero fuerzas internas poderosas se mueven por las entrañas de la Tierra y se pelean entre ellas buscando un lugar por el que abrirse camino y salir hacia el cielo infinito. Me eligieron a mí y subieron hasta mi cima abriéndola y lanzando hacia lo alto su mortífera carga de piedras, cenizas y fuego. Tanto pesaba que no pudiendo mantenerse arriba, cayó sobre las poblaciones que me rodeaban, abrasando y destruyendo cuanto encontraron en su camino.

Yo no quise que eso sucediera y odié a las fuerzas de la Naturaleza que me habían utilizado para hacer tanto daño y lloré porque las ciudades que había visto crecer a mis pies y sus habitantes, habían desaparecido. Todo era desolación a mi alrededor. Un silencio tenebroso, solo roto por las olas del mar cercano al romper en la orilla, me acompañaron durante siglos.

Después de mucho tiempo nuevas ciudades crecieron. Pompeya, Herculano, Stabia. Gentes industriosas se establecieron; comerciantes, artesanos, soldados. Era una sociedad muy variada y activa. Mansiones suntuosas mandadas construir por ricos hombres, decoradas por los mejores artistas, dotadas de toda clase de lujos y en las que se celebraban fiestas fastuosas. Surgieron jardines poblados de árboles y flores, extensos huertos y viñedos. Todo ello para hacer cómoda la vida de los ciudadanos.

Los artesanos trabajaban sin cesar. Los comerciantes, que después de hacer sus negocios, acudían a alguna de las muchas tabernas que existían, donde además de beber podían saciar su apetito. Y antes de abandonar la ciudad, incluso se regalaban con una visita a alguno de los lupanares o a las termas públicas.

Edificaron templos para adorar a los dioses, Artemisa, Apolo; teatros para escuchar música y anfiteatros en los que se celebraban luchas de gladiadores, a las que eran muy aficionados los romanos.

Cuanta vida a mi alrededor después de un largo sueño. Pero no podía durar. Mis entrañas de tiempo en tiempo rugían y hacían que la tierra temblara. Las gentes, felices y entregadas a su vida cotidiana, no le daban demasiada importancia porque no conservaban memoria de lo que había pasado hacía tantos siglos. Pero yo presentía que el poder arrollador de las fuerzas internas de la Tierra se removían y avanzaban de nuevo. Más ¿qué podía hacer yo, simple instrumento? No tenía voz para gritarles y decirles que huyeran, ni fuerza para contener lo que ya ardía en mis entrañas y pugnaba por salir.

Un caluroso día de Agosto del año 97 tembló la tierra y mi aliento se elevó hacia lo alto. Las gentes lo advirtieron y se paraban en las calles para contemplarlo. Muchos de ellos sintieron miedo y se apresuraron a huir. Otros se quedaron pensando que se trataba de un temblor más, mientras yo, impotente para contener la erupción, di paso a una gigantesca columna de cenizas y piedras que el viento del Este empujó a la bella ciudad de Pompeya durante muchas horas. No les dio tiempo de escapar; cayeron hombres, mujeres, niños y todo ser vivo, aplastados por toneladas de ardientes piedras y ceniza.

Desde Herculano, al otro lado de la bahía, lo veían inquietos pero confiados, engañados por el viento que dirigía toda su fuerza hacia Pompeya, pero yo sentía ascender por mi interior un torrente de fuego abrasador. Tan violenta era su prisa por salir que hizo estallar mi cima abriendo una inmensa puerta por la que un río de espeso fuego y piedras incandescentes se abrió paso a gran velocidad en dirección a Herculano. No les dio tiempo de reaccionar, lo recibieron de frente muriendo en el acto. Nadie allí quedó vivo para contarlo.

De nuevo, toda vida desapareció a mi alrededor. De nuevo, la tierra quedó carbonizada y el silencio me acompañó durante siglos, mientras crecían nuevos árboles y vegetación que animaron a nuevos pobladores a crear nuevas ciudades.

En el siglo XVI, un campesino abrió un pozo junto al muro de un convento y así fue como se descubrió la sepultada Herculano. Pero aún tendría que pasar mucho tiempo hasta que unos hombres llamados arqueólogos, comenzaran a excavar y fueran descubriendo las ciudades de Pompeya, Herculano y Stabia enterradas tanto tiempo atrás, por toneladas de lava, piedras y cenizas.

Practicaron túneles y fueron descubriendo las calles, las casas, los templos, las lujosas villas donde se podían ver los frescos que adornaban sus paredes, luciendo sus colores perfectamente conservados. Allí estaba todo; enseres, menaje, todo menos las gentes, de cuyos cuerpos abrasados solo quedaban los esqueletos envueltos en lava petrificada. Muchos objetos valiosos y frescos fueron arrancados de las paredes para llevarlos a museos y otros que quedaron, el paso del tiempo y la intemperie, los fueron aniquilando.

Y de nuevo crecieron otras ciudades. Las gentes ya no eran como entonces; vestían de distinta manera, vivían de distinta manera y ha ido transcurriendo el tiempo y yo siento miedo, pues sé que no tardaré en ser de nuevo utilizado por las fuerzas devastadoras del interior de la Tierra para volver a arrasar todo a mis pies.

Los hombres de hoy han inventado aparatos para medir la presión de mi interior y poder calcular cuándo volverá a suceder lo que tanto temo. Pero ellos no lo sabrán a tiempo, ni yo tampoco ¿Será quizá mañana, quizá dentro de 50 años? ¿Avisará? ¿Podrán estas nuevas gentes saberlo a tiempo de salvarse?

Yo, una vez más, no podré contener la ira salvaje que subirá desde mis entrañas y volveré a vomitar destrucción y muerte.

Una vez y muchas más, la hermosa bahía de Nápoles se convertirá en la sepultura de nuevos habitantes y sus ciudades. Es su destino y el mío.

SILVIA VICENTE escribió este relato el 15 de marzo de 2013, con el VESUBIO como protagonista al regreso de su visita a las ciudades de Pompeya, Herculano, Stabia y Oplontis, con la Federación Española de Amigos de los Museos y José María Luzón, experto arqueólogo que nos acompañó e ilustró en todo el recorrido.

(En la ilustración «Los últimos días de Pompeya», del pintor ruso Karl Briulov (1799-1852)

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