Viaje a la Costa Sur, de Siloé

Zahara de los Atunes, pequeño pueblo de la costa de Cádiz, una larga playa de fina arena blanca, bañada por el agua turquesa y zafiro que llega a la orilla formando juguetones encajes blancos.

Aguas que acogen en su camino desde el Atlántico Norte hacia el Mediterráneo, al príncipe de los mares: el Atún Rojo que sorprendido, es atrapado en las redes de la almadraba, arte de pesca creado por los fenicios hace 3.000 años, y donde su lucha por recuperar la libertad, es feroz e inútil. El hombre con sus artimañas gana la batalla, a veces muy dura, pues los atunes pueden llegar a pesar más de 200 kilos y entregan cara su vida. Su roja sangre se mezcla con el azul del agua.

En el campo, alcornoques, acebuches, quejigales, sobre la tierra verde de pastos, bajo el cielo azul, que acoge y da de comer a otro príncipe: el Retinto, ganado vacuno de pelo rojo, apacible, sereno, alimentando su carne, también roja, mientras llega el momento de entregarla.

En la pequeña ciudad, lo que queda del castillo y la muralla que hicieron edificar los Duques de Medina Sidonia en el siglo XV, para defensa de los ataques de los berberiscos; la sala de despiece y salado de los atunes, del siglo XVI, que en 1906 fue reconvertida en iglesia (Nuestra Señora del Carmen) donde acudían los atuneros tras ganar la batalla a los atunes, para dar las gracias a la Virgen.

En el mar, muy cerca de la orilla, los restos de un buque de vapor, el Gladiator, que encalló en 1893. Navegaba de Gibraltar a Liverpool cargado de azúcar. Toda la tripulación fue rescatada, pero no el azúcar, que quizá salió de su compartimiento para desvanecerse silenciosa y dulce en las aguas del Atlántico.

En esas mismas aguas son visitantes estacionales los grandes mamíferos marinos: delfines, orcas, cachalotes y rorcuales, que prudentes, se mantienen a la distancia suficiente para ser solo vistos.

El río Cachón. Nace en Tarifa y acaba su corto recorrido al noroeste de Zahara. Desde su desembocadura se contemplan bellas puestas de sol que tiñen de rojo y oro el agua del mar. Una leyenda dice que la expresión “ir de cachondeo” viene de cuando después de una “levantá” del atún exitosa y sin accidentes, se festejaba al anochecer en las orillas del río, ante la mirada sorprendida de las nutrias que habitan sus aguas.

Zahara, antiguo asentamiento prehistórico, que dejó constancia de su tiempo en las pinturas rupestres y construcciones megalíticas existentes en la Sierra de la Plata, por la que sobrevuelan en Otoño grandes bandadas de aves migratorias camino de África, para regresar en Primavera. Abajo, zorros, jabalíes y venados forman parte de la fauna del lugar.

Y en la pequeña ciudad de Zahara, desde siglos atrás, hombres llegados de todas partes para ganarse la vida con la pesca del atún y que se quedaron allí. El Ducado de Medina Sidonia, consciente de la importancia de la pesca del atún, les construyó casas para que trajeran a sus familias y se quedaran a vivir de forma permanente. Se cavaron pozos buscando agua dulce para abrevar al ganado, pero estando tan cerca del mar, el agua siempre era salina. No se dejaron vencer por el desánimo y finalmente su esfuerzo fue recompensado con el hallazgo de un pozo de agua dulce. Lo festejaron todos los habitantes y el Duque hizo construir un abrevadero alrededor del pozo, donde a partir de ese momento saciaban su sed los animales del lugar y el ganado trashumante que pasaba por allí todos los años.

De esta manera, Zahara creció con el transcurso del tiempo hasta convertirse en lo que es hoy: El Pozo del Duque sigue existiendo como tal y da nombre a un hotel que edificó a su lado hace más de veinte años, una familia Zahareña.

Zahara de los Atunes es un lugar que atrae a turistas de todas partes, para disfrutar de sus largas playas bañadas por las limpias aguas del Atlántico y de las variadas maneras de degustar el atún, que tiene su Semana Grande en mayo, sin olvidarnos del ganado retinto que tiene su Semana Grande en septiembre. Para ambos manjares, los numerosos restaurantes se esmeran en preparar los platos más apetitosos.

Y no terminaré esta croniquilla sin mencionar la librería-quiosco, situada en una calle céntrica cuyo nombre no recuerdo y en la que era imposible no parar y ojear la gran cantidad de libros de los grandes autores de todos los tiempos, en ediciones sencillas y baratas, títulos que uno recordaba de su niñez y de su época de estudiante y juventud (divino tesoro que ya se fue para no volver) títulos arrinconados en la memoria y que de pronto despertaba de su letargo. ¿Cómo no comprarlos y volver a leerlos? Platero y yo, Siddharta, El Principito, etc. etc. Benditos sean los autores que crearon tanta belleza con la palabra.

Agosto, 2016
Siloé

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