Si los colchones hablaran…

Hola, me llamo Morgan y soy un colchón. Sí, como Morgan Freeman, que por cierto es mi actor favorito.

Soy un magnífico ejemplar de metro y medio, aunque esté feo que yo lo diga, pero me fabricaron muy bien. Soy perfecto, resistente, cómodo y acogedor.

Mi primer destino fue formar parte de una fantástica cama del lujoso hotel Hilton de Nueva York, en la suite 525. La habitación era magnífica, con unas vistas espectaculares, y estaba decorada con exquisito gusto. Me vestía un elegante edredón y finas sábanas del mejor lienzo, y como ropa interior, una magnífica funda muy mullida y calentita.

Os podéis imaginar las múltiples experiencias que he tenido. En mí se han acostado algunos matrimonios que celebraban señalados aniversarios disfrutados gracias al fruto de sus ahorros. Igualmente, he sido cómplice de adulterios e infidelidades de parejas, del mismo o distinto sexo, amigos y otros que no lo eran tanto. Incluso, una vez, tuve una pareja de golfos que planeaban irse sin pagar, no se sí lo consiguieron, de eso no me quedó constancia. Y, hasta se me han subido niños descontrolados dando grandes saltos en la cama sin que sus padres les hicieran el menor caso. Tríos también hubo, aunque no quiero ir por ahí para no escandalizar a nadie. Algún que otro joven actor o actriz, llenos de ilusiones, he oído llorar en silencio por el favor prestado ante la promesa incierta de un papelito. Señoritas de compañía, hermosas y altamente cotizadas, gigolós… Ya digo, personas de toda clase y condición.

En cierta ocasión, se alojaron en la suite dos personas que me conmovieron y que formaban una encantadora pareja. Eran ya maduros y parecían estar muy enamorados, aunque llevaban la tragedia dibujada en su cara. Él, Henry, era un médico de prestigio y verdadera vocación. Amaba su profesión, pero en ese momento se rebelaba impotente y renegaba de todo. En su larga carrera había salvado muchas vidas y ahora se sentía incompetente e inútil. Había agotado ya todas las posibilidades reales para intentar salvar a su mujer, Emma, de la grave enfermedad que padecía.

El mal no se le había manifestado en mucho tiempo, por eso ya era tarde para ayudarla. Una leucemia incurable la deshacía por dentro y vilmente la consumía. Ahora, se encontraba en el tramo final, nada se podía hacer ya. Tan sólo, quedaba rezar y hacerla dichosa para que esa felicidad la mantuviera lo que Dios quisiera. No era joven, pero seguía manteniendo su esplendidez aún en la decadencia. Y, sabía perfectamente que estaba enferma, muy enferma, había visitado demasiados especialistas como para no saberlo, aunque él intentaba ocultárselo.

Se habían propuesto pasar en el hotel una semana de merecidas vacaciones y habían decidido vivirla a tope, haciendo todo lo que les apeteciera en esa prodigiosa ciudad de tantos matices como es Nueva York. Asistieron a espectáculos, hicieron pequeñas excursiones visitando barrios y monumentos, y también quedaron con algunos amigos que tenían por allí.

En la séptima noche la mujer quiso cenar en el hotel, estaba agotada. Después de arreglarse un poco bajaron al lujoso restaurante. Aunque el establecimiento estaba muy concurrido, el entorno y la iluminación eran tan acogedores que lograban que en el recinto se respetasen al máximo la intimidad de cada espacio. El cansancio de Emma era manifiesto, aún después de haber tomado su potente medicación para sobrellevarlo mejor.

Un atractivo joven, elegantemente ataviado, interpretaba al piano las más románticas melodías mientras su público cenaba encantado. Marcos se levantó respetuosamente, y se dirigió hacia él. A la vez que le dejaba un espléndido billete sobre el piano, le rogó que tocara una inmortal canción de George Harrison, inolvidable Beatle también derrotado por el cáncer. Luego, con toda discreción, regresó a su mesa. La eterna melodía empezó a sonar… Se trataba de “Something”, un célebre y universal tema que había sido imprescindible en sus vidas y en su historia. Lo habían escuchado y compartido siempre, también ahora querían escucharlo como entrañable sinfonía de despedida.

Al oírla, Emma dedicó a Henry la más seductora sonrisa de agradecimiento, sus ojos resplandecían repletos de amor. Un deseo apasionado e irreprimible de amarse surgió entre ambos. Los dos abandonaron impacientes el comedor. Henry hizo el amor a Emma con tanta ternura y delicadeza, aunque a la vez con tanta pasión, que nadie hubiera creído que llevaran tantos años juntos. Ella, a la vez, se entregó con fervor desmedido, saciándose de felicidad y placer.

Henry se dio cuenta de que había llegado el momento, acababa de ver claro que ya no podía esperar más. Nunca hubiera deseado un mejor final junto a Emma. Aún sin comprender la mente y el corazón humano, se podría decir que él estaba a punto de consumar un acto de amor y de generosidad hacía ella que tenía las horas contadas. Pero, no era así, era un acto de puro egoísmo, pues él no podía resignarse a perderla. Sin ella, su vida ya no tendría ningún sentido. Le ofreció un poco de champán que anteriormente habían pedido y él, de espaldas a ella para evitar que le viera, añadió una sustancia a sus copas. Era médico y sabía lo que hacía, un pequeño sorbo bastaría. No sentirían ningún dolor, el fin sería dulce y fulminante.

-Toma cariño, tomemos la última copa, descansaremos mejor.

 Nadie mejor que ella sabía que era la última. Emma bebió un prolongado sorbo y él apuró el resto del contenido de su copa hasta no quedar ni una sola gota. Los dos se echaron apaciblemente sobre la cama. Henry estrechó a Emma entre sus brazos y pronto se sumergieron en un profundo sueño. Los dos fundidos en un eterno abrazo emprendieron su inminente viaje a lo desconocido.

Previamente, él había dejado un sobre en la recepción avisando que se irían al día siguiente, pero advirtiendo que no lo abrieran hasta su partida. Será una generosa propina -pensaron los empleados-, ya que estos señores habían sido muy considerados durante toda su estancia.

Henry también se había encargado de escribir a sus hijos, independientes ya y con su vida encauzada. Tenía que explicar sus razones por la decisión tomada, decirles lo mucho que les amaba y enviarles copia de sus últimas voluntades.

Por la mañana, la camarera al no recibir ninguna respuesta a sus llamadas abrió la habitación y los encontró acostados. Parecían dormidos, pero ya no estaban allí, habían partido a no se sabe dónde.

Posteriormente, el hotel remodeló por completo la habitación para evitar suspicacias, transformándola en una sala de servicios comunes. Y yo, junto con los demás enseres de la estancia, fuimos a parar a un vertedero.

Un mendigo o un sintecho, como se suele decir ahora, se percató de mí. Yo estaba casi impecable, pese a todos los servicios prestados, y a rastras atado a su carrito de supermercado, me llevó hasta donde solía refugiarse, debajo de un puente de la contigua autopista. Llegué con algún deterioro y unos cuantos arañazos, pero conservando aún mi integridad. Luego volvió por un sillón y las dos mesillas. Ya había completado su habitación de lujo y quería disfrutarla con su inseparable compañero, un perro que le seguía a todas partes… Y, por un momento, se sintió el hombre más feliz del mundo, cosa que me llenó de satisfacción.

No estaba mal del todo yo allí, aunque no podía ver la tele y pasaba algo de frío apenas cubierto por unas viejas mantas, lo mejor era que podía ver las estrellas. Lo que me hizo pensar que dos de ellas serían Emma y Henry, brillando juntos y felices, sonriéndome desde su eternidad.

25 octubre, 2018
Ana María Pantoja Blanco

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5 comentarios en «Si los colchones hablaran…»

  1. Como siempre son tus relatos, intensos, románticos y llenos de cariño. Ojalá tuviésemos la “suerte” de tener el coraje y amor suficiente para cuando nos llegue el momento emular a Emma y Henry…., eso sí dentro de unos cuanto años.
    Un besote

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