Reencarnación

En el siglo III de la era cristiana, el teólogo Orígenes, uno de los padres de la primitiva Iglesia Cristiana, y uno de sus más insignes eruditos bíblicos, escribía: «A causa de alguna inclinación hacia el mal, ciertas almas…, al terminar el período de vida humana que tenían asignado se transforman en bestias. Desde allí surgen nuevamente pasando por los mismos estadios, hasta ser restituidos en su lugar celestial»

Y, el laureado poeta británico John Mansfield (1822-1896), en su célebre poema acerca de las vidas pasadas y futuras, escribe: “Yo creo que cuando alguien muere su alma regresa nuevamente a la Tierra. Ataviada con un nuevo disfraz de carne, otra madre le da nacimiento. Con miembros más fuertes y un cerebro más brillante, la vieja alma se pone nuevamente en marcha…”

He aquí mi historia…

Yo ya no podía apenas respirar y sentía que me estaba apagando lentamente. Me convulsionaba y notaba en la cara muecas involuntarias que hacían resbalar mi saliva por entre la comisura de mis labios. De pronto, cesaron todas mis sensaciones y mi entorno se sumió en tinieblas.

Al poco tiempo me sentí agobiado, estrujado y sin espacio para moverme. Sentí que una extraña fuerza me empujaba hacia el exterior, embadurnado como estaba de algo pegajoso que no lograba identificar. Salí despedido y noté como alguien me frenaba. Me cogieron y me restregaron con algo parecido a un trapo para limpiarme de ese líquido viscoso y sanguinolento que me recubría. ¿Por qué me sentía tan diminuto y tenía tanto frío?

Entonces me di cuenta de que no era yo. Bueno, sí era yo, pero no estaba donde tenía que estar, mi cuerpo había cambiado. Intenté hablar, pero sólo pude articular un leve gemido. Sentí por fin calor y una confortable presencia junto a mí, debía ser mi madre cobijándome, fue cuando fui consciente de mi transformación en animal. Todavía no podía precisar de qué clase, alguien a mi lado me protegía y yo podía olerlo, más que nunca noté como ese sentido se me había agudizado infinitamente. Pequeños aullidos hicieron que me diera cuenta de que no estaba sólo, otros pequeños seres como yo estaban también allí. Yo acababa de nacer y ellos… ¿quiénes eran, quizá mis hermanos?

Me lamí las manos, tenía pelo, un pelo extraño para mí. Era una pequeña mano de perro… Sí, éramos perros, pequeños cachorros recién nacidos. ¿Por qué habría ido yo a parar allí, qué sentido tenía?

Pasó algún tiempo y me fui acostumbrando a mi nuevo estado. Comía, dormía y me comportaba como cualquiera de mis congéneres, no me quedaba otra cosa que asumir mi nueva naturaleza. En mi otra vida me habían ejecutado por mi crimen. Ya había pagado un alto precio por mis pecados y por todo el mal que había causado. ¿A qué venía entonces esto? ¿No era ya demasiado?

Me colocaron en lo que creo que era el escaparate de una tienda de mascotas y allí no hacía más que vegetar. Todo el que pasaba me miraba como una atracción de feria, sobre todo los niños, haciéndome muecas y carantoñas. De pronto reconocí a un chiquillo, tendría unos siete años, con toda seguridad lo conocía, nunca hubiera podido olvidar aquellos enormes ojos. Al fin recordé, era el pequeño de tres años que se había quedado horrorizado al verme salir de la habitación de su madre, totalmente enloquecido y chorreando sangre. Le habían despertado sus angustiosos gritos pidiendo auxilio, haciéndole saltar de la cama y salir corriendo a buscarla. Al verme se quedó paralizado y me miró espantado. Le aparté de un empujón y huí, nunca había conseguido olvidarle. ¿Habría regresado ahora para buscarme y vengar el asesinato de su madre? ¿De alguna manera podría reconocerme?

El chavalito, señalándome, llamó la atención de la persona que le acompañaba, era su padre. Se había encaprichado conmigo, no había duda. El padre no podía negarle nada, ya le habían negado bastante, todo lo que un niño puede ansiar, el cariño y el amparo de su madre. Ambos entraron en la tienda y, tras intercambiar unas cuántas palabras con el encargado, pagaron por mí el precio estipulado. Me sacaron de la vitrina de cristal y me metieron en una cesta de transporte.

Noté que el aire me daba en la cara, aún a través de las rendijas del transportín. Llevaba mucho tiempo encerrado, tanto en la cárcel como en la tienda, así que el contacto con el exterior me pareció muy agradable. Luego me metieron en un coche, llegamos enseguida. Pude reconocer la fachada de una casa que tampoco había podido olvidar. Al entrar, un gran escalofrío me traspasó hasta los huesos y me hizo recordar con claridad la pesadilla de mi oscuro pasado, no parecía que hubieran transcurrido cuatro años. Yo conocía muy bien a la madre de ese niño, trabajaba conmigo y estaba absurdamente encaprichado de ella. Su matrimonio atravesaba por malos momentos y eso me animó a acercarme más. Un día me invitó a su casa por despecho a su marido y me excitó hasta lo indecible con sus insinuaciones. Yo no me frené, tenía malos instintos lo reconozco, e intenté poseerla violentamente. Ella se negó recobrando la cordura y empezó a forcejear conmigo. Yo me enfurecí por su rechazo y saqué una enorme navaja que siempre llevaba conmigo. Sentí unas ganas irreprimibles de clavársela y así lo hice. No una, sino reiteradas veces, con saña, hasta que conseguí acallarla, hasta que cesaron sus espantosos gritos. Sólo entonces fui consciente del pavoroso asesinato que había cometido y salí corriendo. En mi huida me cruce con ese niño cuya mirada nunca había conseguido olvidar. Pero, ya pagué por mi crimen con mi vida… ¿Qué prueba era ésta, que se supone que tenía que hacer yo aquí reencarnado, al parecer en un perro, en un pequeño cachorro?

Pasaron los días y me fui habituando a mi nueva vida. Cogí mucho cariño al niño que me trataba bien y me quería mucho, con el tiempo nos hicimos inseparables. El me daba la humanidad que a mí me faltaba. Me había transformado en un animal, pero al menos podía ser su amigo, un fiel amigo que siempre le protegería. ¿Habrían pasado otras personas como yo por esta misma experiencia?, destinados a hacer compañía y guardar fidelidad a las personas a las que habían causado algún mal. ¿Era ese el justo castigo para sus culpas?

Cada tarde, al regresar del colegio, el niño iba a buscarme y corríamos juntos hasta un parque próximo a jugar con sus amigos. Siempre nos reuníamos todos allí para divertirnos con toda clase de juegos.

Una tarde, la tragedia acudió también a esa cita. Estábamos todos jugando cuando, por un fuerte chute, el balón salió despedido hasta la carretera. Mi dueñito, abstraído como estaba en el juego, salió corriendo sin mirar para recuperar el balón, precipitándose de lleno en la carretera. Un monstruoso camión iba a arrollarlo cuando salté con toda la fuerza con que fui capaz para apartarle de allí. Conseguí retirar al niño, pero yo no pude esquivar al camión. El enorme trailer me pasó por encima. Sentí un dolor brutal, me había partido en dos, la vida se me escapaba. Apenas el dolor desapareció, me sentí muy calmado y feliz, con mucha paz. Había conseguido salvar al niño al que tanto daño hice en otra vida, al fin comprendí cual era la razón de mi existencia. Luego todo se tornó oscuro, sin luces ni sonidos, creo que me había muerto.

Entonces, empecé a escuchar unos fuertes latidos, ¿mi corazón acaso? No conseguía recordar nada, pero sí noté como mi alma se saciaba de vida… a continuación, una intensa luz me cegó y rompí a llorar. En ese momento pude oír una dulce voz de mujer que decía: “Es una hermosa niña y es perfecta”.

31 mayo, 2012
Ana María Pantoja Blanco

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9 comentarios en «Reencarnación»

  1. Una historia sobrecogedora y muy bien escrita. Yo, de alguna manera, creo en la reencarnación, pues pienso que la vida es un aprendizaje hasta conseguir una perfección, pero también tengo muchas dudas. Lo que no creo es que seamos conscientes de nuestras reencarnaciones, eso sería muy conflictivo y caótico, pueden quedarnos grabados algunos recuerdos en el subconsciente que no conseguimos identificar como nuestros, pero que nos marcan y están ahí. Sin duda, un misterio sin desvelar.

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