El peluquero de la maleta

Sabrina estaba muy feliz porque al fin había logrado tener un peluquero de confianza que la entendía a la perfección.  Después de pretenderlo durante mucho tiempo, había conseguido hacerse un hueco en su apretada agenda. Se trataba de Maurice, no tenía una peluquería propia, peinaba a domicilio. Atendía a lo más exquisito de la sociedad, la flor y nata de la élite de Barcelona. Era un artista excepcional que se sentía muy orgulloso de ir a peinar a las casas de las más bellas y distinguidas señoras de la burguesía catalana.

Sabrina había tenido que esperar mucho hasta encontrar su espacio entre tantas y tan sofisticadas clientas. Conseguir que Maurice fuera a peinarte era casi tan difícil como conseguir una audiencia con el Rey. Aunque, al final, toda esa espera había merecido la pena.

Para un simple corte de pelo podía ir a cualquier peluquería, eso lo consideraba un mero acto de aseo corporal. Una de sus frases más usadas en esos casos era la más utilizada por las usuarias de esas peluquerías, en un claro intento de minimizar los riesgos: “córtame sólo las puntas”. Aún así, había veces que las puntas terminaban donde empezaban sus orejas y cuando se daba cuenta del descalabro, ya era demasiado tarde. Estas acciones fatídicas deberían estar penadas por la ley y sus responsables deberían, al menos, indemnizarnos por los daños causados. Pero siempre consiguen irse de rositas y lo único que podemos hacer es “no volver nunca más” a ponernos en sus devastadoras manos.

Pero, por suerte, había encontrado al mejor profesional, un auténtico experto. Sabrina no podía ir a cualquier sitio cuando necesitaba estar bien y reforzar su autoestima. Maurice era el único que había conseguido que se considerase única, atractiva e irresistible. Y, siempre, tenía la sugerencia justa que la hacía sentirse distinta y renovada. Por eso le necesitaba, porque necesitaba a alguien que estuviera poseído por el espíritu mágico de la creatividad, y que la reinventara cada vez. El no era como todos esos pretenciosos peluqueros que ya no optan por llamarse peluqueros sino estilistas sin serlo. Maurice era un verdadero estilista en el mejor significado de la expresión.

Un escalofrío de impaciencia e inquietud recorría sus venas cuando él le sugería que se diera un tono más claro o unos encendidos destellos caoba para realzar el saludable tono de su piel. Incluso cuando tenía ganas de romper con todo, él lo notaba y se atrevía a algo más allá de lo tolerable, rompiendo moldes que en ella aún estaban por descubrir. Y el resultado era siempre ¡¡¡espectacular!!!

Y, qué a gusto se sentía cuando hablaba con él. Necesitaba oír sus opiniones y empaparse de todo el conocimiento que él atesoraba en su lúcida cabeza. Sabiduría y experiencia propiciada por el constante intercambio de intimidades con todas aquellas mujeres excepcionales a las que tenía a bien visitar. Lo aprendía todo de Maurice. El sabía cuando ella quería hablar, la escuchaba y la entendía. Y sabía callar cuando notaba que ella no tenía ganas de conversación después de un complejo y fastidioso día. Y, ese silencio también la confortaba, era algo que no tenía precio.

Pocas decisiones tomaba ya sin consultar al afamado estilista. Y le iba bien, pues el sabio e inestimable enfoque que Maurice le daba a las cosas, la disponía en una situación ventajosa a la hora de discernir la mejor perspectiva de elección cuando tenía que tomar sus propias decisiones.

A veces comían, bebían, reían y juntos se divertían… Eso sí, sin salir jamás de casa. La magia estaba allí y él era el mago que la visitaba para transformarla en una encantadora ninfa, tanto por dentro como por fuera.

Tal estaban las cosas que un día Sabrina pronunció esas fatídicas palabras que consiguieron acabar con todo ese encantamiento en pleno idilio: “Hazme lo que quieras”…

Maurice sintió entonces la irresistible necesidad de poseerla, pero no terrenalmente, eso se hubiera limitado a un enfervorizado encuentro pasional entre los dos. Muy al contrario, la quería toda para él. Se sentía omnipotente, soberano y todopoderoso. Así la hizo cerrar los ojos para que pudiera sentir en toda plenitud sus extraordinarias manos masajeando su nuca, sus sienes, su cuello, su cabeza. Notó como Sabrina se abandonaba y como la sangre latía con fuerza en su interior. Entonces cogió las tijeras y con un solo movimiento maestro y certero le cortó la yugular. Ella desfallecía en un éxtasis de placer, nunca antes experimentado. La sangre salió a borbotones como un surtidor y él la succionaba con insaciable ansia y avidez. Se estaba bebiendo su vida, el contenido de su alma, su esencia en el más puro sentido de la palabra, y no quería derramar ni una gota.

Terminó, por fin, su obra maestra. Sabrina se había transformado en un espíritu pálido pero hermosísimo, en un ser inerte y sobrenatural dotado de una belleza extraordinaria. Había conseguido reinventarla una vez más.

Satisfecho, recogió sus cosas y cerró la elegante maleta que llevaba a todas partes. Allí guardaba todo el exquisito y delicado material que utilizaba.

Miró el reloj, tenía que darse prisa. Tenía que irse ya sí no quería llegar tarde a su próxima cita.

7 abril, 2014
Ana María Pantoja Blanco

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4 comentarios en «El peluquero de la maleta»

  1. Un relato muy bien narrado que mantiene la atención desde el principio al final. Con un desenlace sorprendente que me ha encantado.
    Enhorabuena Ana

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  2. La complacencia de ella sacó a flote el instinto de vampiro del exquisito estilista. Muy bien descrito, Ana y sorprendente e inesperado final. ¿Guión para un cortometraje? No estaría mal.

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