El juego

Sí las piedras hablaran, en nuestro caso concreto las lápidas, cuántas cosas le hubieran contado a nuestro protagonista de hoy….

El era un tipo solitario, un ser opaco, un personaje singular de rasgos vulgares y edad indefinida, ni joven ni viejo sino todo lo contrario. Viajaba casi constantemente porque su trabajo así se lo exigía y esa era, quizás, la principal razón de su desarraigo.

Su casa era la que fuera de sus padres, donde siempre había vivido y seguía viviendo después de que ellos murieran. Residía allí por inercia, donde nada había cambiado, un refugio suspendido en el tiempo con el único desgaste y deterioro que el polvo y la desidia le imprimían. Aunque eso le traía sin cuidado, era un hogar apenas habitado, una certeza acostumbrada sin estímulo ni identidad. Le importaba poco dormir en su cama o en la cama de una fría y destartalada habitación de cualquier pensión u hotel.

En su trabajo era eficaz, acudía a donde le mandaban y hacía lo que le pedían. Servía y tomaba nota de los pedidos y… punto. Siempre sin intimar, un cómodo trato impersonal con los clientes en los que nunca reparaba más allá de la mínima cortesía que su oficio le exigía.

Nunca había habido mujer en su vida que significara algo más que un esporádico contacto para satisfacer una mera necesidad fisiológica. Su única familia era una hermana mayor que vivía en otro país, a muchos kilómetros de distancia, con un marido y unos hijos que no conocía ni quería conocer. Ella le mandaba una postal por su cumpleaños y le llamaba por Navidad, cosa que casi le fastidiaba. No había en su haber rostros con historia ni él tenía historias en su rostro. Sólo Dios sabía cuál era el misterio, la razón de su vacía existencia y de su desinterés por el resto de la humanidad que estaba sin estar, que existía sin ser, sin significar nada para él.

Este raro espécimen tenía una extraña costumbre, un vicio inconfesable. Sentía una fuerte e irreprimible necesidad allá donde iba: visitar cementerios, eso  le fascinaba. En cada ciudad o pueblo al que llegaba, era su cita obligada. Deseaba terminar cuanto antes su tedioso trabajo para acudir ansioso a los camposantos. Cuando entraba en estos silenciosos recintos, una plácida paz le invadía, le calmaba y le satisfacía. ¡Qué a gusto se sentía entre los muertos!

Se paraba ante las tumbas como un turista intrigado, alucinado por lo desconocido. Disfrutaba leyendo los epitafios y las inscripciones de las lápidas. Investigaba e interrogaba las fotografías que decoraban los mármoles buscando identidades. Para él eran los rostros de sus amigos, su verdadera familia callada y elegida. Los suponía seres extraordinarios con vidas escondidas que él esperaba descubrir y de las que deseaba formar parte. Había creado un mundo a su medida que controlaba y construía a su antojo.

A veces, hasta compraba flores que destinaba a su personaje favorito, el individuo que lograba llamar más su atención, el que conseguía despertar su extraña curiosidad o el que mayormente le conmovía.

Jugaba a inventar una realidad irreal que él, inconscientemente, se creía. Ahora estaba delante del ganador y sentía una gran excitación. Era la tumba de una bella mujer. Una gran fotografía destacaba dentro de una pequeña urna de cristal, flanqueada por dos  pequeños violeteros donde también reposaban dos hermosas rosas blancas.

Elena se llamaba. Tenía un noble rostro, sin duda enamorado. Largos y dorados cabellos y, grandes y claros ojos azules. El quería usurpar para sí su identidad repitiendo su nombre y, cuando así lo hacía, una agradable sensación le recorría entero. Le hablaba con sinceras palabras y, a su manera, la hacía suya. Le decía cuánto la quería y cuánto la echaba de menos, rememorando los momentos inolvidables que su insaciable fantasía habían creado junto a ella.

¿Cómo es posible usurpar la vida a alguien que ya no vive, que no se puede manifestar? ¿Era un ladrón, un violador o un loco?

Si alguien le veía o se fijaba por un momento en él, su felicidad y su orgullo alcanzaban límites inimaginables. Y, hasta se atrevía a mentir…. -Era mi esposa, la adoraba, no concibo mi vida sin ella.

Después de un tiempo sin medida, depositaba con respeto las flores y se despedía del que ahora era su gran amor. Y, con una gran paz, se iba renovado por lo que, sin duda, era la principal razón de su existencia.

De pronto, al alejarse, oyó una dulce voz que le preguntaba:

-¿Por qué me dejas flores y me hablas, si yo no te conozco?…

El hombre volvió aterrado la cabeza y la vio allí. Allí estaba Elena esperando una explicación.

El sintió un dolor intenso e insoportable que atravesó su corazón. Su cuerpo se quebró cayendo de rodillas por unos instantes, con su mirada fija en ella, hasta desplomarse en el suelo.

Elena al cobrar vida le venció con la mirada. Las reglas habían cambiado. Ella fue la causa de que el penetrara para siempre en el añorado mundo que le fascinaba. El juego que tanto le gustaba había terminado.

15 noviembre, 2011
Ana María Pantoja Blanco

4 comentarios en «El juego»

  1. …. Pues a mi los cementerios no me seducen mucho, en alguno he dejado a personas que han sido muy queridas por mi. Sin sus enseñanzas y cariño hoy no podría ser la persona que soy…, es gratificante pensar en algún momento raro, extraordinario que… porque todo se acaba? … y si resulta que…?…. . Una vez hicimos una GUIJA con unos amigos y nuestros mutuos hijos, muy pequeños por aquel tiempo,…. y una y no más!!

    Un besote.

    Responder

Deja un comentario